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Después de Luang Prabang, tomamos un bus con rumbo al sur.
Tras unas 4 horas de un curvilíneo camino atravesando montañas de cuentos chinos, llegamos a Vang Vieng. Este lugar invita a la desconexión, y así lo hicimos. Adiós internet! Nos limitamos solo a conectarnos por skype para llamar a mi hermano que estaba de cumpleaños.

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Y nos instalamos en unas cabañitas muy sencillas, pero perfectas para nosotros (al otro lado del río). Parece que sus paredes fuesen tejidas, reinan los sonidos selváticos y nuestro mosquitero es nuestro necesario y preciado compañero. Durante la noche, con la luz apagada, entran desde afuera, a través de sus paredes, cientos de lucecitas que crean un universo plagado de estrellas en 3D. Un mágico y gratuito show creado para nosotros dos.

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Vang Vieng se hizo popular varios años atrás por el famoso tubing, que consiste en ir sentado dentro de un gran neumático río abajo. Hoy también se hace pero no como antes que era en plan de emborracharse y morir en el camino.
Para nosotros, el que se lleva todos los honores en Vang Vieng es su paisaje. Sus montañas con cuevas profundas son impresionantes.

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Un día fuimos a explorar estas montañas…

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Al siguiente fuimos en bicicleta a la laguna azul.

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Otros días decidimos hacer nada y para despedirnos del lugar, volamos sobre épicos paisajes en globo aerostático y fue alucinante!

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A la vuelta de nuestras cabañitas, descubrimos un local de una pareja de un francés con una laosiana:
Philippe y Boá. Ahí degustamos los mejores desayunos de todo el viaje, que consistían en baguettes crujientes que parecían salidos recién del horno de una boulangerie de Paris, con mantequilla y una abundante porción de mermelada casera de banana, mango y piña hecho por Boá. Café laosiano y sobre la mesa un tarro de leche condensada. No se le puede pedir más a la vida!!!
Es que la leche condensada y yo tenemos una relación oculta desde que soy chica, cuando iba a casa de mis abuelos y me esperaban con ese bendito y engordador menjunge llamado «revueltijo» (cerelac con leche condensada)
Fuimos cada día a desayunar donde Boá y Philippe. Es que esa pareja tenía tan buen rollo, que daban ganas de irse a vivir con ellos.

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Antes de partir, fuimos a despedirnos de ellos con un poco de música.
Lamentablemente la barrera del idioma nos impidió profundizar un poco más y conocerlos mejor. Ellos hablaban cero inglés y nosotros no hablamos ni francés ni laosiano. Cada vez que viajo me dan más ganas de aprender nuevos idiomas. Pero bueno, la música rompe esas barreras y al menos se veían muy felices después de la humilde serenata.

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