Un pasaje barato tiene su letra chica. Horas incómodas, escalas eternas, pero yo siempre lo he dicho -y lo sigo diciendo- la comodidad no sólo sale cara, sino que jamás te dejará recuerdos tan memorables como cuando vas a la aventura.
No sólo tenía que estar en el aeropuerto a las 3:30 am, se me venían además dos largas escalas en Lima y Bogotá, de 8 y 12 horas respectivamente.
Aterricé en San José de Costa Rica con el alma desconfigurada y en vez de hacer un stop ahí, me bajó la locura caribeña por irme a la costa  de inmediato. Al salir del aeropuerto, me puse a averiguar cómo ir al terminal de buses que se dirigen a la costa caribe. Los taxis me cobraban 25 dólares, y el bus urbano que pasaba a 200 metros de la puerta del aeropuerto, me salió medio dólar.

Ya se imaginan que opción tomé. Pero la micro no me dejaría en el terminal mismo, sino en «la esquina». Tuve que caminar 10 cuadras de «pura vida» con la mochila y el cansancio a cuestas, y la gente por las calles me gritaba desde la vereda del frente «Que Dios la acompañe» entre otras cosas lindas.

Al llegar a la estación compré mi pasaje para Puerto Viejo. Una vez arriba del bus, y tras andar una media hora ya tenía una veintena de amigos de diferentes partes del mundo. Me fui conversando todo el camino con unos chicos de Serbia que viajaban por el mundo hace más de 7 años…podrán imaginar que no nos paró la lengua en todo el trayecto. No hay conversas más entretenidas que con personas que tienen el mismo desorden mental que uno. 😆
Al llegar, nos despedimos y yo recurrí a mi celular donde tenía guardada la dirección y mapa de mis cabañitas. Grave error no haber anotado las indicaciones. Mi celular de la prehistoria estaba completamente muerto, sin batería, y yo lo había dejado al 100% y ni miré el celu en todo el camino para que no pasara eso. Pero pasó. Y ahí quedé, sin saber dónde demonios estaba el lugar que ya había reservado por internet. Me puse a caminar y a preguntarle hasta a los osos perezosos donde quedaba «Casitas La playa», pero nadie conocía el lugar. Hasta que un chico me dijo «Noooo, estás muy lejos», y con mucha convicción me dió las coordenadas. El chico tuvo la mejor de las intenciones, pero se equivocó. Confundió el nombre con «La playa» (un hotelazo al que no me habrían dejado ni entrar de lo roñosa que andaba) Sin embargo, en la terraza de dicho hotel habían unos argentinos a quienes vi conectados a internet, y les pedí ayuda, que no dudaron en dármela.
Finalmente, mi alojamiento quedaba muy cerca de donde me había bajado en un principio, y yo, como si no estuviese lo suficientemente cansada, me fui a caminar rumbo a Panamá.

Por este «espantoso» camino anduve más perdida que pingüino en el Sahara…

Estaba cayendo la noche y me había alejado mucho, así que decidí levantar mi pulgar y rezar porque un buen samaritano me diera un aventón. De los 3 autos que pasaron, nadie me paró!

Cayó la noche y Diosito tuvo la brillante idea de abrir el cielo y poner sobre mi cabeza una tormenta eléctrica, en menos de un minuto, tenía hasta los calzones empapados, y yo, entre el cansancio y dolor de espalda, más la rabia por perderme y porque nadie me parara, me puse a llorar como una cabra chica.

Pero al parecer Diosito se apiadó de mí, porque además puso en mi camino un angelito: La señora Amparo, que estaba sentada en un paradero con techito y me llamó para que fuera donde ella. Me apapachó, me dió agua porque no podía ni hablar de lo pegada que tenía la lengua al paladar y me dijo que estuviera tranquila, que no tenía porqué seguir caminando, que el bus pasaba en 15 minutos y le pregunté cuánto me costaría dicho bus y si el chofer me aceptaría un billete grande, ya que no tenía sencillo. Me dijo que si pagaba con 20 mil el chofer me mandaría al carajo, y la muy exquisita hasta me ofreció pagar la micro. Conversamos de lo lindo, me habló de su familia y de su vida y preguntó por la mía, me dijo que me encontraba muy valiente por viajar sola y nos despedimos de un beso y la abracé fuerte en gesto de agradecimiento.

Volví al punto cero, y fue en pleno centro de Puerto Viejo, que me encontré con los chicos de Serbia. Cuando me vieron 4 horas después, con la mochila aún a cuestas y empapada, me llamaron desde la terraza del bar donde estaban. «Paaam» escuché, y me pareció familiar la voz…al voltear vi a los chicos que me llamaban sacudiendo sus brazos. Me preguntaron si me había perdido y les conté todo lo que me pasó y me preguntaron cual era el nombre de mis cabañas. Se miraron entre sí, y me dijeron emocionados «Pero si eso está al lado de nuestra hostal». Como aún no pedían nada para comer, se pararon de su mesa, me sacaron la mochila y me llevaron hasta las cabañas. Yo no lo podía creer, y al mismo tiempo confirmaba conmigo misma la razón principal por la que viajo: la gente. Es curioso, pero lo que más me dicen antes de viajar, es que me cuide mucho, que la gente es mala y que nadie hace favores porque sí. Sin embargo, aquel día, me confirmó lo contrario. Y creo que cuando uno no anda con miedo ni es paranoico, cuando uno anda por la vida sonriendo y cree en los demas, la vida te sonríe y los demás creen y confían en tí al punto de dejar de lado la cerveza que vienes esperando hace horas, por ayudar a una chica de Chile perdida y empapada.

casitalaplaya

Un lujo al cual puedes acceder a cambio de fotografías para su página 😎 

Al llegar a mis cabañas, me despedí de los chicos sin saber cómo agradecerles ese gesto hermoso y desinteresado. Y en el acto aparecieron Silvana y su marido, dos italianos hippies que eran los dueños de Casitas La playa. Pamela? preguntaron, y yo, cual deportista que llega a la meta arrastrándose griteeee «Siiiiii»…fueron a recibirme como si fuese alguien de su familia a quien esperaban hace meses. Me llevaron a mi hermosa cabañita, que para mi sorpresa estaba a 200 metros del mar caribe. Me saqué mi ropa empapada y me di la ducha más rica que me había dado (no en mi vida, pero sí las últimas 60 horas) y me fui al local de al lado a comer un burrito…Cuando la lluvia se puso en pausa, pedí una cajita para meter el resto de mi burrito y rajé a la cabaña. Apenas entré, la tormenta soltó la pausa y yo me quedé en mi terracita alucinada mirando el espectáculo.

Recién al día siguiente, me percaté que me había ganado la lotería paisajística. Caminé hacia el mar y me vi parada en el paraíso…al cual llegué gracias a la ayuda desinteresada de esos angelitos que, no por casualidad, se cruzaron en mi camino.