No recuerdo qué edad tenía cuando me enteré de  que en este mundo había otro mundo llamado India. Siempre fue un lugar misterioso que me intrigó muchísimo, y con los años fui acumulando preguntas en mi cabeza y unas ganas locas de descubrir por qué tanta gente llegaba enamorada o hastiada de ese lugar.

Veinte años después me encontraba en ese rincón del planeta que tanto soñé conocer, y al final da igual cuánto estudies y leas sobre ese inmenso y surrealista país, ya que todo lo que veas y vivas ahí será como sacado del sueño más loco que hayas tenido en tu vida.

India, como ningún otro país del mundo, logró excavar en las profundidades de mi tolerancia, empatía, y sistema digestivo. India puso en jaque mis prejuicios y redondeó mi cuadrada mente occidental. Me hizo sentir profundamente agradecida de haber nacido en un país donde ser mujer no es una pesadilla, donde tengo libertad para elegir a mi pareja, donde tener una hija no es una desgracia, donde puedo vestir como me dé la gana, decir lo que pienso, etcétera.

En India comprendes lo relativo que puede llegar a ser el orden, lo limpio, el caos, la pobreza, lo picante, el calor y hasta el sentido común. Allá nada tiene lógica o, al menos, lo que creías que era “normal”, allá no tiene por qué serlo.

India y sus contradicciones

India es fuerte, intensa, honesta, religiosa y perturbadoramente contradictoria.

Es confusa esa mezcla de templos lujosos rodeados de tanta pobreza y basurales; ver cómo conviven entre distintas castas, religiones y lenguas; percibir su aura espiritual estando inmersa en el caos mismo; no dar crédito al ver dentistas que atiendan en la calle y sacan muelas con alicate y sin anestesia, en medio de vacas y excremento; confundirse con ese gesto que hacen con la cabeza (moviéndola como queriendo decir no, cuando te están diciendo sí); ver esos coloridos saris secarse al sol sobre el suelo sucio por donde más de alguna vaca ha hecho sus necesidades; sentir el olor de la muerte en Varanasi, en medio de tanta vida, y presenciar cómo en su río más sagrado hacen sus necesidades, juegan, se lavan los dientes y bañan a los búfalos. En la inmensidad de la India sólo algunos lo tienen todo, frente a otros cientos de millones que carecen de lo más básico.

Trato de imaginar cómo sería India si fuese una persona. Sería una mujer fuerte, pero a la vez sumisa, a veces agotadora y ruidosa, un poco bipolar y con un humor tan diferente que apesta; pero conocerla mejor y entender algunos de sus códigos te puede enamorar hasta los huesos.

India es esa señora copuchenta y curiosa que te mira sin disimulo. Trabaja duro y sube a los trenes con cuatro cajas arriba de su cabeza y, más encima, le sobra fuerza para empujarte. Cocina como los dioses, pero no sabe medirse con el picante, ni con las porciones…

Esa morena exótica, conmovedora, sugestiva y embaucadora me dejó sabores amargos, dulces y, por supuesto, picantes. Es un shock cultural realmente enturdecedor que me dejó inspirada, agradecida, frustrada, emocionada y un poquito perturbada.

India dejó mis papilas gustativas on fire. Lástima que esperé tantos años de mi vida para probar los sabores más deliciosos que he degustado jamás. India dejó en mi disco duro de recuerdos las miradas más intensas, honestas y curiosas que he recibido, y descubrí que si no abres tu mente y corazón, te puede incomodar mucho. Pero doy fe de que si les sonríes, te regalarán la más bella de las sonrisas del mundo.

Dicen que se ama o se odia. Lo que me dejó India fue (muchas veces) amor y (algunas veces) odio, pero es uno de los pocos países a los que volvería una y otra vez.

India. La eterna India. Esa que siempre estuvo ahí…esa que siempre estará. Esa grandota inabarcable que te enamora y después te estafa. Esa loca linda que no deja indiferente ni al más experimentado viajero.

India representa un viaje hacia otro planeta, y termina siendo un viaje hacia un lugar bastante confuso también: nuestro interior.