Las ciudades son libros que se leen con los pies. Bastaron unas cuadras de lectura para enamorarme perdidamente de esta ciudad con aires de pueblo, tan genuina, pintoresca, romántica, colorida, descascarada, histórica y armoniosa.
Peligrosamente custodiada por los volcanes del agua, del fuego y acatenango, Antigua luce sus desvanecidas fachadas color pastel, que combinan a la perfección con sus calles adoquinadas y faroles que apenas iluminan, otorgándole una atmósfera romántica y melancólica a la colonial escena por donde lentamente camino, fotografío y extraño.
Guatemala invita a conocer la cultura a través de la riqueza propia de sus pueblos indígenas, quienes orgullosamente preservan su patrimonio cultural, manteniendo intactas sus costumbres y tradiciones de antaño.
La hospitalidad de su hermosa gente es la principal responsable de ese enamoramiento a primera visita en el país de la eterna primavera.
Ubicada hacia al oeste de Guatemala, a tan sólo 45 minutos de la ciudad capital, Antigua cuenta con una sinfonía de iglesias, conventos, museos y ruinas de gran relevancia, cuya importancia trasciende hasta nuestro presente.
Y si existe algo a lo que todos los turistas le hacen el quite, yo lo espero con ansiedad: que llueva. Y que el llanto del cielo me regale imágenes únicas que florecen de sus irregulares calles empedradras: los reflejos, que juegan el papel de espejos que se quiebran tras el paso de las motos, autos y peatones que viven el cotidiano de cada día.
Antigua y su abanico de colores pasteles, te enamora de entrada. Y da igual cuántas ciudades hayas visto antes. Después de Antigua, la vara queda alta, la cámara se malcría y después de ella, es difícil volver a sentir ese amor a primera visita.